• Entre los libros grandes y polveados del estante mayor dentro de la biblioteca del doctor Stewart, su dedo mueve mi mirada cuando señala a uno en especial para que lo tome y baje la escalera. Camino hacia él y abro el libro, mientras busco la pagina que quería leerle. Hojeo y hojeo, hasta encontrarla.

    —De las palabras del buen Santainne De’Graghg….

    —¿El historiador? —me pregunta Stewart.

    —El mismo.

    Por alguna razón que apenas tocaba mi mente pero que sabia era la verdad, Stewart me interrumpe casi instantáneamente.

    —¡El no tiene poder de palabra! Sus escritos son ficticios y carecen de bases para explicar el fenómeno...

    —No importa. Todas las fuentes de información que debamos consultar, ¿recuerda?

    —Si, si, si —me dice. Comienza a escribir en un cuaderno y luego se sienta en un sillón con una mesa a su lado donde su computadora portátil ha estado encendida por más de cinco horas —me extraña que no se me hubiera ocurrido antes.

    Sonrío.

    —En marzo fue cuando recién obtuvo el caso —le recuerdo. El por que no había analizado al buen Santainne no debe ser pronunciado por nadie. Stewart me hizo jurarlo.

    —Cierto —habla, moviendo con sus dedos una pluma mientras ve el monitor de su computadora. Piensa y piensa, hasta que me termina diciendo —lee la página, por favor.

    —Con gusto.

    Hago mi cabello hacia atrás para poder ver y comienzo a leer la página de ese libro, que tiene por nombre “Base de los fenómenos teológicos”

    —“La axóminoplastiasis consiste en la deformación de los músculos y ligamentos de la espalda, asemejando una estructura similar a la que mantienen las aves en sus alas. Una cantidad excesiva de calcio es ingerida en los últimos días antes de aparecer los síntomas, ya que el organismo se nivela para la manifestación del síntoma”.

    —Si, eso ya lo se —me apresura Stewart —¿que menciona de la histología de casos?

    Cambio de hoja y veo una lista excesivamente corta, en la cual sólo se ven cuatro nombres de diferentes fechas. Le doy el libro y observa detenidamente la página. Analiza y piensa, para terminar diciéndome.

    —Ningún caso ha demostrado el síntoma completamente.

    —Lo se —le menciono —la mujer que casi lo desarrolla por completo murió a causa del sangrado y el dolor.

    Recuerdo el poder decirle algo, pero para ello, le tengo que preguntarle algo antes.
    —Stewart…

    —¿Hmm? —me responde, para que hablara.

    —¿Seguimos trabajando. . . encubiertos?

    —Claro que si, Antoine. ¿Por qué la pregunta?

    —Vera, he notado… un patrón en la aparición del síntoma —le menciono. Su cara de interés es igual a la mía y me pone extrema atención, moviéndose hacia enfrente
    —He notado que todos los casos demuestran tres similitudes: un pasado personal fuerte que de alguna manera marcó sus mentes, el perfil psicológico y una adición hacia los temas teológicos.

    —¿Cómo sabes esto? El primer caso data del año 1955 —afirma revisando el libro que le di.

    —Lo se. Fui a la biblioteca de Londres y después a las listas de registro civil para verificar mi tesis. Visité también la biblioteca de Nueva York y revise los archivos periodísticos de la fecha. Así di con el patrón.

    —La chica —me pregunta nervioso —¿también comparte el patrón como ellos?

    —Es catequista de una iglesia.

    La cara de impresión que puso el doctor Stewart me comenzó a dar un sentimiento de incomodidad, pues algo pensaba que, sabía, tiraría los seis meses que hemos estado trabajando en este caso. Caminaba y caminaba de un lado para otro unos momentos después, moviendo el mismo lápiz rápidamente, haciendo que chocara con su barbilla mientras sus pasos pulían lo que se forjaba en su mente. Suspira profundamente y me dice, con cierto aire de misterio y asombro.

    —Podemos rechazar la base de que esto es una enfermedad.

    Me asombro yo mismo y le pregunto.

    —¿Por qué lo dice?

    —Por que es necesario.

    Comprendo lo que me demuestra con esa mirada y esos pasos. Me acerco al teléfono que está casi tocando mi brazo derecho y lo tomo.

    —¿Llamo al padre Jonneus?

    —No —me responde meditante —todavía no.

    Muy serio. Me doy cuenta entonces de que tiene pensado abrir la única puerta que no se ha dignado a abrir en toda su carrera. Dudoso, y se que con las manos mojadas del nerviosismo que esto que me diría provocaría en si mismo, me arroja la más grande y poderosa oleada de palabras que alguien como yo, un colega, no esperaba jamás que fueran pronunciadas por sus labios.

    —Hay que. . . escarbar más y comprender el. . . campo en el que estamos a punto de entrar.

    —Tengo los libros listos en mi departamento doctor, sólo es cuestión de ir por ellos.

    —Si. Hagámoslo. Ve por ellos y yo prepararé algo de comer, sirve que descanso de las horas de reclusión que hemos tenido aquí.

    —Bien —le respondo. Tomo mi abrigo y camino por el pasillo de su enorme casa para llegar a la puerta.

    —Antoine —habla Stewart.

    —¿Que ocurre?

    —Trae una copia de la Biblia y los libros apócrifos.

    —¿Una. . . Biblia, doctor?

    —No tengo una en toda mi casa.

    La última petición que me dio antes de salir me daba a entender que nos cruzaríamos con algo nuevo, gigante, inclusive peligroso y audaz, que hará reclamar a más de uno pero que de la misma forma loca con la que surgió, se denota cierto camino de que estamos en el rubro correcto por primera vez en seis meses. Salgo de la casa del doctor y doy unos pasos, cuando mi celular en mi bolsillo izquierdo suena. Lo respondo.

    —Antoine Dibeé.

    —Antoine, soy yo.

    —¡Lucia! Hola.

    —Acaban de pasar en las noticias lo de la chica con la deformidad en su espalda.

    Aunque me impresiona la noticia, sigo caminando para llegar a mi departamento.

    —Me imaginaba algo así —pienso —¿Me hablas de tu celular?

    —Sí. La línea de la casa esta monitoreada cada minuto.

    —Bien —le digo, mientras uno de mis pasos me hace saber que la banqueta estaba mojada.

    —¿Cómo van? —me pregunta ella. No sabe. No tiene idea de lo que estamos a punto de hacer: ver el lado que nunca hubiera querido tomar Stewart.

    —Jamás adivinarías —respondo sonriendo, pero al mismo tiempo, todavía impresionado. Un fuerte zumbido en mis oídos hace que mis manos cierren el puño instintivamente. Mi celular crujió y lo tiré al piso al entrar un pedazo del plástico que lo rodeaba en mi palma. Miro el celular en el suelo y miro mi mano con esa cosa clavada, la saco y me dispongo a caminar más rápido para llegar a mi departamento y tratar mi herida. Esta a cuadras de distancia.

    Al llegar, abro como puedo con la otra mano disponible y cierro la puerta con el pie cuando entro. Tiro las llaves al piso y me dirijo a mi cuarto, buscando entre mi closet el botiquín que me ofreció el policía que me dio las llaves del lugar cuando llegue a Londres. Me lo llevé al baño ahí cercano y mojé mi mano, viendo como el agua se tornaba roja por la sangre que corría. Ya que tenía mi mano derecha disponible, con vendas y unas ligeras manchas rojas que se veían por encima, tomé los libros de la mesa donde todavía estaba el plato en el que comí anteayer, y me dirigí a la puerta para tomar mi portafolio y meterlos ahí. Eran bastantes, cuatro. Recordé el último pedido del doctor y regrese a mi cuarto para tomar la Biblia que estaba en el mueble cercano a mi cama, a un lado de la lámpara de lava de color azul. Me dirijo a la sala, y entre el montón de papeles en la mesa central, rescato los tres libros: “Apócrifos del Antiguo Testamento” con sus dos volúmenes y el libro único “Apócrifos del Nuevo Testamento”. Los llevo a mi portafolio estando ya apunto se salir y recojo las llaves del suelo. Al final, guardo la Biblia, y presto atención a la venda en mi mano que ya tenía una marca roja pronunciada, la cual manchó la portada de cuero café claro del libro que puse dentro. Lo limpié frotándolo con mi gabardina y lo guardé, para cerrar tanto el portafolio como la puerta de mi departamento. Ya afuera, descubro que estaban tres sujetos en la puerta de un carro que logre percatarme tenia faros azules y rojos. Dos estaban uniformados. El otro, en medio de ellos, con una gabardina para el aire frío que corría del norte. Pareciera que me esperaban. Logro reconocer al de en medio cuando me acerco a ellos, pues no es la primera vez que me visitan a este departamento.

    —Detective Sayuka.

    —Antoine. Me da gusto verlo —me ve la mano con detenimiento y le extraña la venda alrededor —¿accidente?

    Volteo a mi mano y le explico.

    —Saliendo de la casa del doctor Stewart, mi celular murió y un pedazo de plástico llego a mi mano. Estoy bien.

    Se que estaba pensando lo que acababa de decir, pero me dio vergüenza decirle que mi celular, por lo viejo que estaba, rechinó en mi oído y lo apreté por el dolor que sentí. El detective ve a un policía y le dice algo en japonés. Este último abre la puerta del auto y de la guantera saca un celular de esos modernos y pequeños de color negro y me lo entrega.

    —Necesitamos que este siempre comunicado con la agencia de seguridad, señor Antoine.

    —Sí —tomo el aparato —gracias.

    —¿Sabe por que estamos aquí? —me pregunta con detenimiento.

    —La noticia se acaba de dar a conocer en el noticiero de las veintidós.

    —Así es —me responde. Los policías, en vez de ver al detective o alrededor de mi departamento, me miran a mí con atención. No logro saber que ocurre, pero el detective me hace el favor de informarme.

    —La mujer —dice susurrando —mencionó que quiere verlos. . . a usted y al Doctor Stewart Bren.

    —¿Qué? —digo impresionado —¿Cómo es que ella….?

    —No lo se —me dice el detective, igual de desubicado que yo. Me escolta en el auto hasta la casa de Stewart y le informan lo mismo que a mí. Su mirada sorprendida no era de esperarse.

    —¿Qué? ¿Vernos? —exclama. Voltea hacia mí y hacia el detective muchas veces. Era lógico y totalmente justificable. Se supone que nadie sabe que nosotros dos estamos trabajando en este caso. El doctor Stewart es de Estados Unidos, yo soy de Australia. No había probabilidades para que esto pasara. Ya veo ahora que si las hubo, sólo que no logro comprenderlas del todo.

    —¿Iremos? —pregunto tanto al doctor como al detective. Este último se queda pensante y nos mira a ambos con cierta sospecha, pero nos termina diciendo.

    —Creemos que algo importante surgirá de esto, por lo que me dieron órdenes de que los llevara ante ella mañana a las quince horas.

    —¿Tan exactos? —pregunta Stewart. Sayuka nos ve de nuevo sospechosamente y nos dice, para sorprendernos aun más.

    —Ella también dijo la hora.

    Bajo mi mirada y el doctor toma mi hombro para respaldarme.

    —Aceptamos ir. Pero por ahora, tenemos trabajo que hacer, ¿no Antoine?

    De alguna forma, el doctor logra conectarme conmigo mismo de nuevo y respondo.

    —Si… hay teorías que debemos, eh, de tomar en… cuenta.

    Una vez dentro de la casa de Stewart, el automóvil policiaco prende sus luces y avanza, reflejando estas entre los vidrios de los costados de la puerta. El doctor tiene su mirada fija al techo, pensando, como siempre, en lo que deberíamos de hacer. Yo estiro mis manos y le doy mi portafolio.

    —Aquí están los libros, doctor.

    Se queda observando el vendaje de mi mano. La toma y la voltea, dejándonos ver que la mancha de sangre ya era más llamativa.

    —¿Qué te pasó?

    —Mi celular… ehm. Emitió un sonido muy agudo mientras hablaba con Lucia y lo apreté con mucha fuerza impulsivamente. Un pedazo de plástico se clavó en mi mano, y así aparecieron las vendas.

    El doctor se pone a pensar un poco mientras me veía los ojos.

    —¿Te dieron uno nuevo?

    —Sí.

    —Me imaginaba. Que bueno. Ese. . . ladrillo, ya era arcaico.

    —Me imagino —le respondo. Caminamos para entrar de nuevo a la enorme biblioteca dentro de su enorme casa. Extrañaré ese celular. Saco el aparato nuevo que me dieron en memoria del viejo que tenia, y miro que marca una llamada perdida. Deslizo la pantalla y veo el número. No lo conozco para nada, por lo que lo cierro de nuevo y lo guardo en la bolsa de mi pantalón. Cuelgo mi gabardina en el perchero de la entrada de la biblioteca y el doctor ya estaba sacando los libros que traje de mi portafolio.

    —¿Te imaginabas esto? —me pregunta.

    —¿Qué?

    —Yo. . . Teología. . .

    —Para todo hay una primera vez, doctor.



    Abro mis ojos. Mi mirada cortada por la tela de la cobija en la que descansaba me decía que el sol estaba a punto de salir. El cielo que se alcanza a ver por la larga ventana esta transformándose de un azul oscuro a uno más vivo. Me levanto y me dirijo al baño. Al terminar de bañarme, salgo con una toalla en mi cadera, enredando en mi mano una venda nueva que Stewart me dio la noche pasada. Siento como la piel entre mi palma esta abierta, y como el viento se siente muy frió en comparación con la temperatura que tenía su interior. La venda tapa la herida y me pongo ropa encima. Camino afuera de la habitación en la que estaba y me dirijo a la biblioteca. En el camino, aprovecho para arreglar el cuello de la camisa blanca que me puse, cerrar sus botones y acomodarla. Paso por un sillón y rejunto mi corbata negra que estaba en su respaldo. Cuando llego, me imaginaba al doctor leyendo intensamente y esperándome para comparar y seguir investigando, ya deducía yo que me empezaría a sentir como un guía o como el perro que ayuda al ciego a cruzar lo que este alcanza a escuchar como una calle, pero no lo encontré en toda la vastedad de ese cuarto lleno de libros.

    Termino de buscar por los cuartos que alcancé a recordar de la mansión, habitaciones y salas, para no encontrar nada más que el sonido de mis pasos moviendo el viento en el interior de la casa. Me decido salir para ver si se encuentra Stewart en el pedazo de jardín que tiene antes de salir a la banqueta de la calle 15ta. No hallo a nadie. No salgo más allá de la reja por seguridad. Entonces recuerdo con mucha fuerza lo que nos había dicho el detective ayer en la noche. La chica. La que demostró tener la deformación en la espalda. . . nos citó para verla a las tres de la tarde. Corrí adentro para revisar el reloj dentro de la primera sala de la mansión y eran las tres con cuarenta. Tomo mi frente y me digo a mi mismo —¡me quede dormido! —para salir a la habitaron en la que estaba y agarrar mi saco y mi gabardina, junto con mi portafolio en la biblioteca y un paraguas. En Londres, nunca sabes cuando lloverá.

    Entre los insultos que me doy a mi mismo por olvidarme de algo tan importante para el caso, salgo de la mansión y corro a la banqueta. Por alguna razón, esperaba encontrar restos de mi antiguo celular, pero era obvio que ya no habría nada más que el agua que siempre hay entre los bloques de cemento y piedra de las calles por la madrugada. Veo a los lados de la calle y tomo el primer taxi que se cruza en mi camino entre el poco tráfico matinal.

    —Hacia el hospital de Sante Louis, por favor —le digo al conductor mientras cierro apresurado la puerta.

    —¿Va tarde, amigo?

    —No se imagina cuanto.

    Comienza a avanzar el vehiculo, y en el camino, arreglo mi mente para estar concentrado cuando viera a la chica y al doctor. De algo importante me perdí, estoy seguro, pero no significa que Stewart no me lo pueda decir. Me quedo pensando la determinación que tuvo Stewart de ir ante ella. Que voluntad tan fuerte por querer descubrir la verdad. Lo motivó para ir mas allá de unos cuantos principios personales y no tomarlos en cuenta para ir y saber. Descubrir, mejor dicho. Y siendo yo el más interesado en el tema, llego tarde a la cita inexplicable. Sonrío por ver la ironía que sostiene el hecho que acabo de pensar y el taxista da vuelta a la izquierda. Ya estábamos cercanos al hospital, y le pido que me deje a una cuadra de distancia, pues no quería llamar la atención. Estoy seguro de que habría cámaras, muchedumbre y reporteros. Se detiene en la esquina y le pago. Se va y me dirijo al hospital. Mi visión se nubla, y de repente, me tengo que detener. Las cosas que tenia en mis brazos se caen. Apenas logro alcanzar a ver a la contada gente que estaba a mí alrededor. Gente caminando para sus propios asuntos, cuando comienzo a gritar por un dolor eterno que comienza a brotar dentro de mí. Me quedo de rodillas en el suelo y mis manos se mueven compulsivamente, igual que mis dedos. Tiemblan, al igual que mi cara y mis hombros. El dolor es insoportable. Mientras lo que logro ver se mueve y distorsiona, mi vista se va hacia arriba, a una de las ventanas de los pisos del hospital. Estaba cubierta de un rojo líquido desde adentro. No puedo pensar, el dolor es más fuerte que todo lo demás. Escuche una voz muy joven, como de una niña, que gritaba detrás de mí. Tenia que quitarme mi gabardina. La aventé a la calle y mis brazos se movieron hacia mi pecho. Aun temblaban. Escuché como se reventaba la tela de mi camisa y aparecían pequeños arroyos rojos que corrían por el suelo entre mis piernas. Mi espalda se torno recta en un solo movimiento brusco y rápido. El nuevo grito de la niña detrás se transformó en algo profundo y cruel mientras se cruzaba con el mío al dejar salir el dolor de mi piel abriéndose y mis músculos moviéndose. Quería que parara. Mientras mis ojos se iban hacia arriba, alcancé a ver como un gran montón de gente corría por esa calle. Unos viendo a la ventana a lo alto del hospital, otros rodeándome a mí. Me arrastre por el piso, gateando, mientras escuchaba algo carnoso que se movía mientras me tambaleaba del eco del dolor que estaba comenzando a pasar. Siento manos en mis brazos que me tratan de ayudar a levantarme, pero resbalan por algo rojo que tengo encima. Me muevo un poco más y logro ponerme de pie por aquellas manos. Algo iba a desprenderse, por lo que cerré mis puños y di un grito más. Sentí como los parpados de mis ojos se estiraban cuando volteé para arriba. Sentí como mi cara se estiraba por abrir mi boca y dejarlo salir. Algo visceral y líquido, como tejidos o carne, suena a desprenderse, y yo caigo al suelo de nuevo, respirando por que el dolor se fue. Se fue rápido, igual que como llegó.